1983: cómo fue el final de la dictadura y por qué el peronismo, su víctima principal, perdió la elección
La derrota de Malvinas, en junio de 1982, marcó el comienzo del fin del Proceso de Reorganización Nacional, como ambiciosamente se había autodenominado la dictadura iniciada el 24 de marzo de 1976. Desde ese momento, empezaron los reacomodamientos de cara a las urnas. Las fuerzas políticas y sindicales que ya habían comenzado a salir del letargo antes de Malvinas se lanzaron decididamente a la calle, con un reclamo de libertad y justicia.
Desde el año anterior, se había iniciado la movilización política y sindical ante el evidente desgaste del gobierno militar y su fracaso económico. De hecho, la operación Malvinas nació del intento de la cúpula del Proceso de buscar una salida al empantanamiento, recuperar consenso y hasta conquistar la gloria.
A mediados de 1981 se había conformado la Junta Multipartidaria, por iniciativa del líder radical, Ricardo Balbín, y con la finalidad de negociar con el general Roberto Viola, que ocupaba entonces de facto la presidencia desde la cual había llamado a un “diálogo”, obviamente condicionado por las armas.
Poco después, desgastado, Viola fue reemplazado por el general Leopoldo Galtieri.
Los sectores sindicales más combativos, reunidos en la CGT Brasil (la central sindical estaba dividida entre este sector y el dialoguista, o CGT Azopardo) convocaron a una marcha el 30 de marzo de 1982 a plaza de Mayo. En la represión, hubo un muerto y cientos de detenidos. La situación política y social era muy tensa, pero, 48 horas después, el 2 de abril, los militares sorprendieron a la Argentina y al mundo desembarcando en Malvinas.
La tregua con la sociedad que surgió de esta iniciativa duró hasta la rendición, el 14 de junio de 1982. Galtieri renunció y asumió la titularidad del Ejecutivo el general Reynaldo Bignone, que anunció el levantamiento de la veda política e intentó negociar con la Multipartidaria. Pero ya no había freno posible para las demandas de apertura.
La hora de las urnas
Balbín había fallecido en septiembre de 1981. Era la hora de Raúl Alfonsín, líder del Movimiento de Renovación y Cambio, corriente interna del radicalismo, con la cual se impuso primero como presidente del partido y más tarde como candidato a la presidencia de la Nación.
El 16 de diciembre de 1982, la Multipartidaria –integrada por el justicialismo, el radicalismo, el partido Intransigente, la democracia cristiana y el desarrollismo– congregó a 100 mil personas en una marcha en reclamo de elecciones libres, por los desaparecidos y por los derechos sindicales. Al frente iban Oscar Alende, Arturo Frondizi, Deolindo Felipe Bittel, Carlos Contín y Francisco Cerro. Después del acto, cuando las columnas sindicales, con Saúl Ubaldini al frente, quisieron llegar hasta Plaza de Mayo, se desató la represión con un saldo de un muerto, el obrero metalúrgico Dalmiro Flores –baleado por la policía frente al Cabildo- 80 heridos y más de 100 detenidos.
“¡Que se vayan, que se vayan…!”; “¡Paredón, paredón, a todos los milicos que vendieron la Nación!”; “¡El que no salta es un militar!”, “¡Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar!”, eran las consignas que empezaban a sonar en las calles.
Se multiplicaban, además, los reclamos por los desaparecidos, tanto internos como desde el exterior, por gobiernos extranjeros.
En febrero de 1983, Bignone anuncia la fecha de las elecciones: 30 de octubre.
El 28 de marzo, la CGT convocó a otro paro, en reclamo de aumento salarial, pero también en recuerdo del paro del año anterior, cuando había lanzado la campaña Paz, Pan y Trabajo.
El fracaso de la dictadura también era patente en el plano económico, con una realidad mucho más grave que la de 1975. La caída del salario real había sido brutal (representaba en 1983 el 50% de los niveles de comienzos del Proceso) mientras que la deuda externa había pasado de 7.000 millones de dólares a 44.000 millones de dólares, por préstamos devorados por la especulación financiera.
El peronismo no podía perder
En el imaginario de la época, la derrota del justicialismo era algo muy difícil de concebir, porque el movimiento peronista había triunfado en todos los comicios libres desde su creación y sólo había podido ser excluido del poder por la fuerza o por el fraude.
Pero la competencia electoral se pareció a la fábula de la liebre y la tortuga. Mientras Alfonsín avanzaba sostenida y trabajosamente hacia la meta, los dirigentes peronistas daban por ganada la carrera antes de la señal de largada. Y así actuaron. En vez de abrir las puertas a la participación, se encerraron en la cúpula a repartirse la piel de oso que aún no habían cazado.
El 23 de agosto, el justicialismo proclama su fórmula integrada por Ítalo Argentino Luder (1916-2008), que había sido presidente del Senado durante la gestión de Isabel Martínez de Perón, y por Deolindo Felipe Bittel (1922-1997), ex gobernador del Chaco y vicepresidente del PJ.
El binomio Luder–Bittel fue elegido por “consenso” del Congreso Nacional Justicialista reunido en el Teatro Lola Membrives. La elección era indirecta, por congresales votados en los distritos, pero el Congreso fue hegemonizado por las 62 Organizaciones del dirigente de la UOM, Lorenzo Miguel, quien calificó la reunión como “fabulosa”.
Ese día, se decidió impulsar también la candidatura de Antonio Cafiero (1922-2014) a la gobernación de Buenos Aires, pero nadie contaba con Herminio Iglesias (1929-2007), sindicalista de origen vandorista y caudillo político en su distrito, Avellaneda, del que había sido Intendente. En definitiva, Herminio fue el candidato, y Cafiero y la corriente que él representaba quedaron fuera de todo.
“Pacto” militar-sindical
Por una combinación entre la inteligencia de Alfonsín y su acertada estrategia electoral, la hipocresía de sectores de la sociedad que habían respaldado al Proceso y ahora necesitaban endilgar culpas a terceros, y la mediocre y antidemocrática conducción del PJ, el peronismo, que había sido la víctima principal de la dictadura, quedó en el lugar de la sospecha, mientras que la UCR encarnó los valores democráticos y antidictatoriales.
La muerte de Balbín había contribuido a allanar el camino a la renovación del radicalismo, ya que Alfonsín había sido su rival histórico y públicamente al menos aparecía ajeno a los enjuagues del viejo líder con la dictadura, a la que la UCR había facilitado varios intendentes. Alfonsín, además, había sido cofundador de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, en el año 1975.
El candidato radical se anotó varios puntos cuando denunció el llamado “pacto militar-sindical”, un supuesto acuerdo de protección mutua entre esos dos sectores.
No hubo pacto sindical-militar. No hacía falta. Además de que Luder apoyó la autoamnistía que la dictadura se otorgó a sí misma –”son derechos adquiridos que no pueden ser removidos”, dijo–, el movimiento peronista, por historia e ideología, seguramente habría privilegiado la concordia por encima de la revisión del pasado, a pesar de las persecuciones de que sus líderes y militantes habían sido objeto. De hecho, el radicalismo, salvo un par de excepciones, no fue molestado por la dictadura, mientras que casi toda la dirigencia peronista, política y sindical, de la Presidente de la Nación para abajo, fue a dar con sus huesos a la cárcel.
Pero para una sociedad que rechazaba ya masivamente al Proceso, para los muchos sectores que querían borrar toda huella de connivencia -activa o pasiva- con la dictadura, el voto a Alfonsín apareció como la mejor alternativa, ya que el candidato radical logró presentarse como el más anti militar de todos en los modos y en el discurso.
Campañas y militancia
Las campañas eran más políticas y menos “publicitarias”, en especial la del PJ. Alfonsín fue el primero en apelar a publicistas profesionales (su campaña la dirigió David Ratto), pero aún así se trataba de cuadros y simpatizantes de la fuerza, no de agencias “independientes”.
No había Photoshop, se usaban fotografías tomadas en los actos: todo era más artesanal. Los afiches de campaña tenían mucho texto y, por lo general, no más de dos colores.
El peronismo, que no tenía candidatos carismáticos, puso el acento en las consignas políticas, las caras de Perón y Evita y la reivindicación del pasado (“Los años más felices fueron peronistas”).
El radicalismo se centró en la figura de su candidato, en eslóganes y en una iconografía muy definida: desde el óvalo con los colores de la bandera y las iniciales R.A. que asimilaban “Raúl Alfonsín” con “República Argentina”, hasta el gesto del candidato que saludaba juntando las manos hacia el costado.
Eran tiempos de movilizaciones multitudinarias de gran espontaneidad; había menos bombos y menos carteles que en el presente, pero muchísimo entusiasmo. Había hambre de participación luego de 7 años de hibernación política y sindical. La gente se afiliaba masivamente a los partidos.
Dos cierres multitudinarios consecutivos en el mismo escenario –el Obelisco y la avenida 9 de julio– confirmaron la fuerte polarización entre los dos partidos mayoritarios, la UCR y el peronismo. Lo mismo indicaban los sondeos, con una leve inclinación a favor del radicalismo. Pero nadie creía en encuestas ni éstas tenían el despliegue y la presencia que tienen hoy.
Ahora, Alfonsín
El 31 de julio de 1983, la Convención Nacional de la UCR había proclamado la fórmula Raúl Alfonsín-Víctor Martínez. El candidato a vice era oriundo de Córdoba, entonces bastión del radicalismo. El otro precandidato a presidente, Fernando de la Rúa, había declinado su postulación al ver la creciente adhesión que despertaba en todo el país la candidatura de Alfonsín.
Más de un millón quinientos mil radicales habían participado en las internas que habían tenido lugar distrito por distrito.
Alfonsín convocó a “levantar banderas de unidad nacional” y pidió “que se acabe en la Argentina la tortura, para que no haya otros baños de sangre”. “En nuestra tierra del trigo y la carne juramos que no habrá más desnutrición infantil”, prometió.
“Con la democracia se come, se cura y se educa”, fue una de sus muletillas de campaña. Y cerraba sus discursos recitando el preámbulo de la Constitución Nacional. Eso, la igual que su logo, marcó una mejor identificación nacional que la de la fórmula peronista.
El 26 de octubre de 1983, su cierre de la campaña en la 9 de Julio fue apoteósico. La concurrencia superó las 800 mil personas.
El reduccionismo de atribuirle la derrota al cajón de Herminio
Dos días después, en el mismo escenario, el peronismo convocó algo más de gente. Sobre todo, hubo una gran presencia sindical.
Ítalo Luder fue el único orador, flanqueado en el palco por Lorenzo Miguel y Herminio Iglesias. El candidato peronista se mostró seguro del triunfo: “Junto a nosotros están como siempre las grandes mayorías populares que han permanecido fieles a las causas nacionales.”
Luder no se privó de señalar la participación de algunos conspicuos radicales en dictaduras militares. Pero ya era tarde.
Pocos días antes, la revista Gente había publicado el “prontuario” de Herminio, con documentos que mostraban supuestos antecedentes por estafa y robo.
Concluía el acto, cuando alguien le acercó a Herminio Iglesias un cajón fúnebre pintado de rojo y blanco –colores del radicalismo- con la sigla UCR al que el candidato a gobernador prendió fuego. La imagen fue transmitida por la televisión. La interpretación posterior de que ese gesto fue la clave de la derrota del PJ es hoy un lugar común y un reduccionismo.
El célebre “cajón de Herminio” fue el perfecto chivo expiatorio de una derrota que en realidad se había gestado mucho antes, por una dirigencia que creyó que el peronismo podía ser vehículo de cualquier política. La antidemocrática definición de la fórmula Luder–Bittel, lejos de acentuar el entusiasmo de las bases peronistas, lo enfrió. Luder fue el candidato del dedo de Lorenzo Miguel.
El dirigente metalúrgico había sido abucheado, unos días antes, el 17 de octubre, en un estadio de Vélez que rebalsaba para las 130.000 personas que había, según la policía, y 350.000 según los organizadores. Ese día fueron oradores Bittel y Herminio. Pero cuando Lorenzo Miguel quiso hacer uso de la palabra, los silbidos no se lo permitieron, señal de que todo el mundo lo identificaba ya como responsable de la falta de participación. Y cuando dijo que había “infiltrados de Alfonsín” en el acto, de todos lados le replicaron “Perón, Perón”. Tuvo que cederle el micrófono a Saúl Ubaldini, signo de un liderazgo que se consolidaría en los años siguientes. Ese acto fue un anticipo de la derrota.
Al reduccionismo de atribuirle la derrota al gesto de Herminio Iglesias, le correspondió otro reduccionismo: el de atribuirle a Raúl Alfonsín la paternidad de la democracia, borrando de un plumazo el aporte, el protagonismo e incluso el sacrificio de tantos otros y convirtiendo la necesaria, compleja y profunda interpretación histórica de todos los factores que determinaron el golpe, el desarrollo del Proceso, su fracaso y la posterior restauración democrática en una simplificación empobrecedora e injusta.
A las urnas
Hasta último momento hubo dudas, pero finalmente el 30 de octubre de 1983 la dictadura levantó el estado de sitio para permitir el libre desarrollo de las elecciones.
Alfonsín ganó con el 52% de los votos. Obtuvo la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y minoría en el Senado. Tras la victoria electoral, el radicalismo festejó con un afiche generoso, que decía: “Ganamos, pero no derrotamos a nadie”.
Después de más de siete años y medio de dictadura, la más dura y violenta que vivió el país, todos los argentinos habíamos ganado, y se inició el ciclo democrático más largo de nuestra historia.
A 40 años de aquellos hechos, el contraste de las ilusiones de entonces con el presente de hoy resulta duro. Pero la democracia no está en peligro, pese al imperfecto cumplimiento de sus promesas.
Para honrar el legado de 1983, la política debería dejar de representarse a sí misma y volver a encarnar los sueños y esperanzas de los argentinos.