Brilló en Argentina y en Europa, jugó el Mundial 82 y tuvo una increíble pelea con Bilardo: “La primera trompada que le tiré fue dura”
San Isidro. Abajo, siguiendo el declive más allá de la añeja Catedral. La arboleda regala el remanso de su sombra en medio de la tórrida tarde de verano, con esa brisa que advierte la cercanía del río. Escenario ideal para la charla parando la pelota. Y el protagonista sabe mucho de esto, no solo por cómo lo hacía dentro de la cancha, para sacar un pase mágico, sino fuera de ella, con el tono exacto para la reflexión o los recuerdos.
Lo encuentro igual a Patricio. Ese porte distintivo y la fraternidad en el saludo. Los rasgos intactos, con la calma que da el no estar en el fragor del día a día. Era de aquellos clásicos números 10 que el fútbol argentino regaló entre los ‘70 y ‘80, de toque y cabeza levantada. Debió remar en medio de un Estudiantes austero y proletario, donde ya se habían acallado los festejos internacionales del equipo de Zubeldía y cuando todavía faltaba un poco para los renovados gritos del cuadro de Bilardo. Y el Narigón aparece, porque fue decisivo en la vida de Patricio Hernández (67).
“Bilardo es alguien muy importante para mí, con quien atravesé todo tipos de situaciones. En 1976, estando en Venezuela para disputar la Copa Libertadores, nos peleamos bastante fuerte. En medio de un picado, donde él también jugaba, me recriminó porque no corrí a un rival y le hice un gesto despectivo con el brazo. Al terminar la práctica, me llamó porque quería hablar, cerró la puerta del vestuario y quedamos solos. Me encaró, diciendo lo que a él le había costado llegar hasta ahí, que a Zubeldía él lo respetaba y no le hacía gestos. Todo acompañado con que un par de veces me tocó el pecho. Yo tenía 20 años, era un idiota (risas) y le respondí: ‘Si querés pelear, peleamos, pero a mí no me tocás’. La respuesta, sin dudar, fue: ‘Quiero pelear’. La primera trompada que le tiré fue dura y me hace mal hasta recordarlo. Sinceramente, quedé con los restos de la batalla (risas) y supuse que me iba a mandar de vuelta, pero la cosa fue distinta. Me dijo que fuera a ver los entrenamientos de los dos equipos que debíamos enfrentar, que eran Deportivo Galicia y Portuguesa y le pasé el reporte, hasta el tipo de botines que utilizaban. Al regreso, supuse que me iba a bajar a la Tercera, pero fui titular. Eso sí: no me hablaba, no respondía mis saludos y en las charlas técnicas, solo decía el número 10, jamás Hernández. Unos días después, le pedí de charlar y se sacó el reloj porque pensaba que lo quería pelear (risas). Sólo le fui a pedir disculpas y reconocí mi error”.
Patricio lo conocía bien, pero hasta hoy, casi 50 años más tarde, en sus palabras se desprende cierta incredulidad por esa actitud, sobre una historia que tendría más capítulos: “En la última fecha, jugando contra Newell´s en Rosario, el Tolo Gallego me dio una patada arriba del tobillo muy fuerte, que me rompió la canillera. Me fui de vacaciones, con un hematoma muy grande en la zona. Al regreso, en la primera práctica de fútbol, me molestaba y pese que a seguía sin dirigirme la palabra, lo fui a encarar: ‘Carlos, me duele mucho en esta zona’. Miró y respondió: ‘Seguí que no tenés nada, es solo un golpe’. A los diez minutos no podía más y se dio cuenta: ‘Andá a hablar con el médico para hacerte una placa’. Allí se veía que el hematoma se había calcificado y me llevó a al hospital Italiano de la Capital donde atendía Raúl Madero, para que me operaran. Quedé internado ahí y Carlos se venía para desayunar conmigo, iba a La Plata para el entrenamiento y regresaba para almorzar. Cuando no estaba, la mandaba a Gloria, su esposa, para que me acompañara. Me cuidó como a un hijo”.
Esa fraternal relación con Bilardo, cimentada por el amor en común por Estudiantes de La Plata y la pasión por el fútbol, que corría por las venas de ambos, pese a sus diferentes personalidades, hacía pensar en Patricio como un seguro futbolista de la Selección cuando el Narigón arrancó su ciclo. Sin embargo, la historia se escribió de otra manera: “Me ilusioné muchísimo con el Mundial ‘86, porque el vínculo se mantenía intacto o un poco más aún. A mediados del ‘82 me habían transferido a Italia y cuando él hacía los viajes para hablar con los muchachos que jugaban allá, paraba en casa. Una vez, en 1985, cuando nos despedimos, me dijo: ‘No necesito probarte, vos bajás del avión y jugás, porque sabés todo, pero me están por echar (risas). Tenés que jugar en River, Boca o Independiente. Si lográs firmar en cualquiera de ellos, te llevo a la Copa del Mundo’. Estaba en Ascoli, los Rojos vinieron de gira y arreglé las condiciones sin problemas, incluso fue muy buena la charla con Pipo Ferreiro, que era el entrenador. A las pocas semanas, llegué a Argentina para instalarme nuevamente, y por los resultados había asumido Pastoriza como DT, que explicó que no podía utilizarme junto con Bochini. Santilli me dio el ok para ir a River, pero el Bambino le dijo que ya tenía a varios en ese puesto y que cuando se fuera Enzo, se hiciera el pase. Terminé firmando para Instituto, donde mi hermano estaba como profe, durante 10 partidos en los primeros meses del ‘86, hasta pasar efectivamente a River, cuando Francescoli partió a Francia, pero me quedé sin el sueño de ir al Mundial”.
Lo que no pudo ser en el ‘86, sí se había dado en el ‘82, cuando viajó a España, siendo parte de un plantel de excelsos apellidos, pero lejano en el funcionamiento al que abrazó la gloria en el ‘78: “Con Menotti siempre tuve una excelente relación y le estuve muy agradecido a aquella primera convocatoria en 1979, cuando Estudiantes no andaba muy bien. En los días previos, me tuvieron que operar por una lesión, lo fui a ver con las constancias médicas y su respuesta fue: ‘Tome el número de teléfono de mi casa. En el primer partido que usted esté bien, me llama y viene a la Selección. No se preocupe’. Tuve una rápida recuperación y en septiembre debuté en una gira por Alemania y Yugoslavia. Al volver, en el primer entrenamiento, me dijo: ‘Yo lo voy a llevar al Mundial ‘82, pero usted no puede jugar con 78 kilos, tiene que bajar cuatro, porque en los últimos 20 minutos camina, y además mucho no corre (risas)’. Muy bien y al estilo Menotti. Siempre estuve en la consideración, alternaba mucho, pero claro, en mi puesto estaba Diego. A comienzos del ‘82, Bilardo regresó a Estudiantes e hice tres semanas de pretemporada con él y el profe Echevarría. Cuando me presenté en la Selección, estaba impecable. Volaba con 73 kilos y César me hizo reír: ‘Qué flaco está. En Estudiantes tienen un hambre bárbara, parece que no cobran y no comen’”.
La ilusión de volver a gritar campeón en el ‘82 tenía fundamentos sólidos desde el lado de los apellidos, porque a la base del ‘78 se habían sumado algunos de los juveniles del ‘79 y otros futbolistas que atravesaban a un muy buen momento, como Enzo Trossero, el Vasco Olarticoechea, Valdano y el propio Patricio. Para él, aquellos meses previos y el hecho de vivir una Copa del Mundo lo dejaron marcado, pero también el hecho de compartir horas y habitación con Maradona: “Fue algo maravilloso, porque era un Diego ilusionado, feliz en un muy buen estado. Soñaba con tener su casa con Claudia y proyectaba los futuros hijos con ella. En ese momento, mi hijo mayor tenía pocos meses y él me ayudaba a cambiarle los pañales, en los ratos de las visitas familiares, le hacía cosquillas y jugaba. Tenía gran conexión con los chicos. Charlábamos mucho y tomábamos mate en la pieza. Cuando César dio la lista de buena fe, al igual que en el Mundial anterior, fuimos colocados en orden alfabético y de ese modo, a mí me tocó la 10 y a él el 12. Su representante era Jorge Cyterszpiler, que me llamó en medio de un fin de semana que teníamos libre en medio de la concentración, para que fuera a su oficina. Ni loco (risas). Cuando me lo crucé, en el lugar donde entrenábamos, me dijo que quería hablarme por el tema del número. Me levanté y me fui, porque no tenía nada que conversar con él. Pasamos tres o cuatro días, en los que Diego estaba medio parco, hasta que me planteó el tema, a lo que le respondí que no solo tenía que usar la 10, sino también un 1 adelante, porque era el mejor, pero que, si éramos compañeros de pieza, no tenía que venir su representante a decirlo. Sobre la mesa de luz, había apoyado un reloj Cartier que le costó como 27.000 dólares y me lo quiso regalar. Por supuesto me negué, porque él tenía que jugar con ese número que lo identificaba en todo el planeta. Tuvimos una gran relación. Cuando me enteré de su fallecimiento me dio una gran serenidad de espíritu, porque me sentí reconfortado porque se reencontrara con su papá y su mamá. Sentí que estaba en paz”.
A medida que el torneo se desarrolló, los sueños argentinos se fueron desvaneciendo, desde el fallido debut ante Bélgica. Patricio no actuó ni un solo minuto, pero atravesó experiencias impactantes: “El Papa Juan Pablo II tuvo la intención de que cada delegación viajara con un sacerdote y con nosotros lo hizo el padre Coerezza, hermano del ex árbitro. Todos lo días, en un breve espacio, había una misa a la que yo concurría. Diego no venía, pero veía que yo leía algunos libros vinculados al tema religioso y comenzó a interesarse, hasta que un día vino conmigo. Cuando vio que comulgaba, me preguntó por qué lo hacía y le dije que me daba una mayor seguridad interior. ‘Yo también lo quiero hacer’, fueron sus palabras. Habló con el padre Coerezza y el me indicó que, en un par de días, le contara un poco acerca de la vida de Jesús. Así fue como tomó su primera comunión durante el Mundial. Estaba bautizado, pero nunca había comulgado. Durante cuatro meses, compartí la mesa con los mismos integrantes, que eran Diego, el Pelado Díaz y Osvaldo Ardiles. Éste último fue el que planteó, tras la eliminación, que nos debíamos una autocrítica. La hicimos al día siguiente, allí fue cuando expuse que el equipo había estado en la irregularidad de los últimos tiempos y la arruiné al decir que todos estuvieron en el mismo nivel que tenía, salvó Ramón y Diego que lo hicieron por debajo. Diego se levantó y se fue recontracaliente (risas)”.
De aquella gira de 1979 que marcó su debut oficial con la casaca nacional, le quedó una anécdota premonitoria nada menos que con Julio Grondona: “Me tocó sentarme en el avión junto con él, a quien conocía porque me había querido llevar a Independiente y era uno de los pocos dirigentes que conocí que sabía de fútbol. La tenía clarísima. En un momento me dijo: ‘Le renovamos a César por cuatro años más, porque si no lo tenemos a él, no podemos llamar a nadie’. Yo respiré hondo y dudé un instante, dando espacio para que arremetiera: ‘¿Vos pensás que hay otro?’. Se hizo un breve silencio y respondí: ‘Carlos Bilardo’. Me miró a los ojos: ‘Ese cagón ni loco, hace medio gol y manda el equipo para atrás o tira la pelota a cualquier lado’ (risas). Quince años más tarde, cuando era técnico de Lanús, lo fui a ver a la AFA, nos reencontramos después de mucho tiempo y me recordó esa charla del avión, mencionando lo bien que le había ido con Carlos como DT de la Selección”.
El estilo refinado de Patricio, para jugar y desandar el verde césped, parecía hecho a la medida de River. Los caminos se juntaron, pero el romance quedó a mitad de camino, más allá de haber sido parte de una época gloriosa: “Cuando Santilli me contrató estaba obsesionado con la Copa Libertadores y me dijo: ‘Nos vamos a sacar ese maldito mote de Gallinas. No puede ser que hayamos tenido los mejores jugadores de la historia y jamás la hayamos ganado. Quiero ser campeón de América y del Mundo’. El equipo estaba muy bien estructurado para jugar de contragolpe, gracias al Bambino, que era un gran intuitivo, con enorme sagacidad, y el Nano Areán, como ayudante de campo, que sabía mucho de táctica y en pocas palabras solucionaba detalles. No me tocó actuar prácticamente nada en la Copa Libertadores, si bien fui parte del plantel, pero sí mucho en el torneo local”.
Estudiantes es un club, pero también escuela, amistad, sentido de pertenencia y un lazo que no se corta nunca. Un par de historias más, para pintar, en la vida de Patricio, el sentimiento con trazos rojos y blancos: “A Sebastián Verón lo conozco desde que estaba en la panza de su mamá, porque Juan Ramón, el papá, pese a que jugaba en Colombia, cuando tenía un par de días, se venía para el country del club a ver las prácticas y yo estaba ahí, porque era un pibe que recién empezaba. En 1980 volvió como jugador, fuimos compañeros, cuando Sebastián tenía 5 años y yo me lo llevaba a casa desde el martes hasta el jueves. Con mi esposa aún no habíamos tenido hijos, entonces él dormía esas dos noches en casa, y lo hacía en el medio entre nosotros. Ahí nació una relación hermosa y vi toda su pasión por Estudiantes desde que nació. Era el mimado de todos, no solo de los integrantes del plantel, sino de los utileros o la gente del bar”.
“Cuando Carlos llegó en enero del ‘82 fue muy claro conmigo: ‘Si te querés ir, fenómeno, porque sos el único que podemos vender, pero si querés quedarte, fenómeno también’. Estuve durante enero, en la pretemporada y llegamos a disputar un amistoso juntos con Alejandro Sabella, contra el Corinthians, justo cuando falleció Osvaldo Zubeldía. Se hizo mi pase al Torino y con el dinero de mi venta se compraron como 14 jugadores para conformar el gran plantel que sería campeón”.
Por sus venas siempre corrió sangre deportista, con un padre que fue un buen futbolista, compartiendo potreros en San Nicolás, con Enrique Omar Sívori y esa savia que pasó a las nuevas generaciones, con sus sobrinos, María de la Paz, integrante de Las Leonas y Juan Martín, un puntal de Los Pumas. Cuando el futbolista le dio paso al técnico, llegó la etapa de vivir la adrenalina desde otro ángulo y eso se fue apagando: “Como entrenador no tuve ningún protagonismo. No sé convivir con el ambiente, porque no acepto las imposiciones y es algo que me choca mucho. Siempre doy el mismo ejemplo: si yo llamo a una persona para que me arregle algo en mi casa, no le doy las indicaciones de cómo hacerlo (risas). Para mí no hay grises. Si le pedía determinado jugador a un dirigente, no quería que me traigan a uno de 37 años que llevaba dos temporadas casi inactivo. Por esas cosas discutía permanentemente y porque hay mucha gente viciada en lo clubes, donde cualquiera podía hablar mal del entrenador o de un jugador. Para mí es algo muy grave y me fui quedando afuera. Ahora aprovecho para disfrutar de los hijos y nietos, siempre mirando fútbol, pero siendo un poco más selectivo. Manchester City, Liverpool o Atlético Madrid contra el Real, donde hay propuestas distintas que lo hacen interesante. Y a los equipos de Miguel Russo siempre, porque es un amigo de toda la vida y me alegra muchísimo que le vaya tan bien”.
No había destino incierto para la pelota, cuando él jugaba, con la cabeza en alto y precisión para acariciar la pelota. Ahora, lejos ya del diario trajinar en los campos de juego, es un placer la charla serena. La tarde se quedó en esa brisa proveniente del río, que trajo sosiego para acompañar los recuerdos, siempre con ese porte tan especial. El que, por suerte, sigue habitando en Patricio.