Llegó a River tras sufrir una gran tragedia familiar y logró ganar todo: “Era tanto el dolor que tenían mis padres que una forma de mitigarlo fue con la pelota”
Un mediodía en el Monumental. Aún con los ecos en fuga por la actuación de River la noche anterior. Las particulares calles aledañas, con aire de barrio, pese a la alta alcurnia que denuncian algunas de sus casas. La vereda del club sobre Alcorta, con el bullicio de los chicos de las inferiores que salen de su rutina, en medio de quienes pugnan por esa foto soñada con el fondo del estadio, topándose con los que van en busca del moderno museo o de la estatua de Marcelo Gallardo. En medio de la multitud, el encuentro con el Tapón Gordillo, con ese don de la calidez que no ha perdido, pese a la gloria que atesora con esa camiseta.
Siempre será placentera la charla con esta clase de protagonistas, que supieron de las grandes luces, pero jamás se encandilaron. De aquellos que estuvieron en la cresta de la ola, pero sus modos han sido, inalterablemente, más cercanos a la calma de un río que a la majestuosidad del mar. Esa discreta sensibilidad del Tapón para contar con naturalidad una vida llena de los más variados episodios, como aquella noche que River saldó la deuda más pesada de su historia: “Tuve la suerte de vivir muchas cosas lindas en el fútbol, pero ser protagonista del día que River ganó por primera vez la Copa Libertadores fue un sueño hecho realidad, cumplir con algo que siempre quise y que, a su vez, sepultaba tantas frustraciones que había vivido la institución. El contexto fue maravilloso, con el estadio repleto y la épica de la lluvia. Pero sobre todo hay una cosa me emociona hasta el día de hoy: ver a la gente grande llorando de alegría por haber terminado con tantos años de dolor y extirpar el apodo que todavía dolía y mucho en esos tiempos. Habíamos logrado sacar un inmenso peso de encima”.
Su llegada a Núñez, cuando la década del ‘70 daba sus primeros pasos y River atravesaba el tormento deportivo de no poder salir campeón. Pero en la vida de Jorge pasaban cosas mucho más profundas: “Atravesamos una desgracia familiar en el ‘72, cuando mis dos hermanos, Raúl y Máxima, fallecieron ahogados en el río de Quilmes. Ellos tenían 14 y 15 años y yo estaba por cumplir 10. Fue tremendo y era tanto el dolor que tenían mis padres que una forma de mitigarlo fue acompañarme y llevarme a jugar a la pelota, porque también era la excusa para salir un poco de la casa. Había quedado como la única tabla de donde agarrarse para poder seguir viviendo. Por siempre seré un agradecido al fútbol y a River, porque me dieron esa posibilidad a mí y a mis viejos, si bien fui consciente que la mitad de mi mamá se fue con mis hermanos. Jugaba en el club La Espumita de Quilmes y un señor que trabajaba mirando pibes nos trajo a varios a probarnos al club. Con 10 años y viniendo a entrenar una o dos veces por semana, comenzó mi historia en la institución, en la que ya llevo más de medio siglo. Eran tiempos del viejo Monumental, cuando aún no se había cerrado la tribuna superior, por eso me parece maravilloso haber sido testigo de todas las transformaciones, hasta llegar a ahora. El destino me premió con la suerte de tener grandes maestros, como Adolfo Pedernera, quien me honró al compartir muchos almuerzos con él”.
El pibe se iba destacando en las Inferiores, pero de pronto, como en una mágica tormenta futbolera, diluviaron todas las buenas juntas: “Había hecho hasta la Sexta y comencé a alternar en Reserva, en tiempos en los que era convocado a la selección juvenil. Un viernes por la tarde golpearon la puerta de mi casa, porque no teníamos teléfono y era Blanco, un delegado del club que vivía en la zona Sur, para decirme que tenía que ir al estadio a concentrar con la Primera. Si bien me entrenaba a veces con ellos, compartir eso era maravilloso. Era como ver a Superman, Batman o cualquiera de los superhéroes (risas), porque ahí estaban Fillol, Passarella, Tarantini y Alonso, entre otros. Llegué a la concentración y me quedé en un rinconcito al lado del ascensor, hasta que vino uno de los mozos: ‘¿Nene vos qué querés acá?’. Ahí le expliqué, pero mucho no me creían (risas), hasta que llegó Talamonti, el ayudante de Ángel Labruna y me llevó a la zona de las habitaciones. Pensaba que al día siguiente iba a ir al banco contra Argentinos en la cancha de Atlanta, pero el Conejo Tarantini amaneció con fiebre y fui titular, en un debut bastante raro, porque a los pocos minutos, cerré mal a la espalda de Passarella y le metí un golazo en contra al Pato (risas). Apreté los dientes y le di para adelante, porque tenía que demostrar personalidad. Por suerte ganamos 6-1″.
Argentina había disfrutado de un equipo esplendoroso en el Mundial juvenil del 1979 y para la edición siguiente, en Australia, el plantel también era rutilante en nombres, pero el resultado fue completamente opuesto: “Teníamos un muy buen cuerpo técnico encabezado por Roberto Saporiti, con una inmensa cantidad y calidad de jugadores, como Ruggeri, Clausen, Martino, Burruchaga, Morresi, el Turco García, etcétera, pero increíblemente nos fue mal. Perdimos el primer partido, luego empatamos y ganamos el restante, pero nos quedamos afuera. Trabajamos bien en toda la previa, por eso hoy, más de 40 años después, me sigue pareciendo inentendible. Cuando me fui al Mundial el técnico de River era Labruna y cuando regresé ya estaba Di Stéfano, quien no me conocía. Aparecí en el equipo para las instancias decisivas de ese Nacional, en el que eliminamos a Independiente en las semifinales. En el partido de ida en Avellaneda estaba en el banco y de pronto Alfredo me dijo que iba a entrar por Alonso, un cambio raro (risas). Salimos campeones con otro estilo diferente al de Ángel”.
Aquel del ‘81 fue un diciembre inolvidable para Jorge, que comenzó con la vuelta olímpica ante Ferro en Caballito y pocos días más tarde, la citación de Menotti para concentrar con la Selección, en un selecto grupo de 25 jugadores, con vistas a España ‘82: “El telegrama me llegó un 28 de diciembre y pensé que era una broma del día de los inocentes (risas), porque nunca había actuado en la mayor y fue una hermosa sorpresa. Tuve de compañero a Diego, quien te asombraba cada día con las cosas que hacía en las prácticas. Arrancamos en la Villa Marista de Mar del Plata y luego en Tortuguitas, hasta que César dio la lista definitiva y quedé afuera, en el final de un sueño. Igualmente, fue un regalo del fútbol tenerlo como entrenador. La desafectación fue un viernes y el domingo teníamos el clásico en La Bombonera por el Nacional, no dudé en actuar y tuve la suerte que me saliera un gran partido, al punto de salir en la tapa de El Gráfico, que era lo máximo”.
El año 1986 quedó perpetuado en la inmensa historia de River como el más grande de su historia, ganando todo lo que tuvo a disposición. La antesala estuvo las antípodas, con temporadas complicadas dentro y fuera de la cancha, de las que el Tapón Gordillo fue protagonista: “Después del Mundial ‘82 se fueron la mayoría de las figuras y vino una época dura, con resultados irregulares, en la que muchos chicos saltaron a Primera y la gente nos les tuvo paciencia. En el ‘83 atravesamos una huelga de casi 40 días sin jugar ni entrenar, en un año malísimo, en el que terminamos anteúltimos y con riesgo de descenso. A comienzos del ‘84 asumió Hugo Santilli como presidente y comenzaron a llegar futbolistas que serían claves en el equipo del año siguiente. A Cubilla no le fue bien como DT y renunció justo antes de una gira por Europa, en la que los técnicos internos, Pedernera, Pando y Vairo, ajustaron algunas piezas: el Negro Enrique se afirmó como volante y Enzo dejó el medio y fue de punta”.
En septiembre del ‘84, el equipo parecía estar a la deriva. La gira que menciona el Tapón dejó buenos indicios, pero en el torneo local, el promedio apremiaba. Llegó el Bambino a la dirección técnica y la historia comenzó a escribirse con gloria: “Apenas asumió escribió en el pizarrón del vestuario una frase que me impactó: ‘Con humildad y sacrificio, este equipo puede quedar en la historia del club’. Hicimos una linda pretemporada en Villa Gesell y en el Nacional del ‘85 llegamos hasta las instancias finales, y después, en el torneo largo, realizamos una campaña inolvidable, con la dupla brillante de Francescoli y Morresi, sumados a la Araña Amuchástegui, que era letal. Nos dimos el gusto de dar la vuelta olímpica en La Bombonera, siendo campeones varias fechas antes. Enzo fue transferido a Francia y todos nos preguntamos ‘¿Y ahora?’ (risas). El Bambino tuvo la capacidad de poder reinventar el equipo para la Copa Libertadores, aprovechando la calidad del Beto Alonso como lanzador y la potencia goleadora de Antonio Alzamendi. También nos dimos el gusto de ser campeones del mundo ante el Steaua Bucarest, en un partido durísimo, pese a que, en la previa, muchos lo habían subestimado, pensando que River tendría un rival menor enfrente y nada que ver. Por algo era el ganador de la Champions y fue la base de la selección de Rumania que disputó los Mundiales siguiente. Eran muy bravos. Les dabas una patada y te dolía a vos (risas)”.
Pocos meses más tarde, aún disfrutando de las mieles de la gloria, se produjo el impacto de la ida del Bambino Veira. En su lugar llegó Carlos Griguol, que intentó una modificación de estilo y más tarde César Menotti, con un enorme recambio del plantel: “Fue una época en la que me tocó entrar y salir, sin la continuidad de los años anteriores. Nunca me enojé con Timoteo porque me haya sacado, porque él estaba convencido de que tenía que tener gente más alta en la defensa. Lo mismo que con el Flaco, que colocó en los laterales a Basualdo y Enrique, pero yo seguí peleando, para demostrar lo mío. A mitad del ‘89 llegó Mostaza Merlo como DT y me colocó como lateral izquierdo y unos meses después, Passarella volvió a ubicarme en la derecha y salimos campeones, con un equipo sólido, en su debut como técnico”.
Con Daniel Passarella habían compartido muchos momentos, desde aquel debut del Tapón siendo un pibe, más tarde la Selección, luego con el regreso del Kaiser al club en el ‘88 y en su nueva función como entrenador. Sin embargo, se produjo una situación que llamó la atención de todos: “En la primera práctica de 1991 me comunicó que no me iba a tener en cuenta y me tuve que ir a entrenar solo en Quilmes, donde siempre viví. Comencé a hablar con otros clubes, pero no me daban el pase. River quedó fuera de la Copa Libertadores en fase de grupos y allí me llegó el telegrama para reincorporarme. Cuando lo hice, me informaron que no iba a practicar con los profesionales, sino con la Reserva y los juveniles, que eran dirigidos por un fenómeno como Alejandro Sabella. Fui a hablar con Daniel sobre la situación, pero nunca me dio una explicación. Empecé a actuar en Reserva, hasta que Basualdo y Enrique se fueron a una gira con la Selección y volví a la Primera. En la semana, me cambiaba en el vestuario de Inferiores y luego me sumaba a la práctica de los profesionales. Un absurdo total. A mitad de año hicimos una gira por Europa y antes de viajar, Passarella me pidió disculpas delante de todo el plantel. Fue un gesto que valoré y luego seguimos con una gran relación, incluso en sus tiempos como presidente”.
Habían pasado 20 años desde el día que ese chiquilín lleno de ilusiones cruzó por primera vez las puertas del Monumental y era la hora del adiós, pero no para el retiro, sino con la posibilidad de continuar en otro equipo grande: “Daniel lo quería a Altamirano de Independiente y yo fui para allá, donde viví hermosos momentos. Me encontré un grupo de grandes personas y muy buenos futbolistas. Seguí siendo protagonista, pese a no jugar todo lo que hubiese querido, y darme el gusto de salir nuevamente campeón, con un cuerpo técnico de lujo, encabezado por Miguel Ángel Brindisi. Ya empezaba a pensar en el retiro y estuve un tiempo en Los Andes, en el Nacional B, con Nery Pumpido y el Tata Brown como entrenadores y ese fue el final. Enseguida arranqué a trabajar en las Inferiores de Independiente. Renunció el Flaco Gareca y me tocó estar interino en Primera y dirigir contra River en el Monumental, el día que el Muñeco Gallardo abrió el partido con un golazo. En mi último partido, contra Ferro en Avellaneda, fue el debut oficial de Gabriel Milito. En el ‘99 recibí un llamado de River y desde ese momento estoy con los chicos de Inferiores, en una tarea que me gusta mucho. En estos 25 años vi pasar a gran cantidad de jugadores de enorme talento y el primero que recuerdo es al Cabezón D´Alessandro, que lo tuve apenas llegué. Más tarde, fue un placer poder ver a muchos de ellos campeones del mundo en Qatar, como Gonzalo Montiel, el Chino Fernández, Guido Rodríguez o Germán Pezzella. Fue una emoción inmensa, porque sabía cuánto les había costado”.
Los años ‘80 en el fútbol argentino fueron de gran paridad, con una importante cantidad de jugadores de mucha calidad, actuando aquí cada domingo, como evoca Gordillo: “Me tocaron varios punteros bravos, como Comas, Barberón o Walter Fernández, pero también marqué a un par de leyendas, como el Negro Ortiz o el Mono Mas, quien estaba en Sarmiento y lo enfrenté una noche en el Monumental y la gente de River me gritaba: ‘Nene, con cuidado, no le pegues que es Pinino (risas)’”.
El Millonario, ese que siempre lució la mejor vestimenta, que se acostumbró la comida de alta calidad y a los más refinados gustos, de pronto vio como todo se esfumaba y tenía que adoptar la ropa de laburante, para sumar puntos imperiosamente para no caer en la lucha por la permanencia. Así vivió Gordillo el momento de la caída y la resurrección: “El descenso fue terrible y en mi caso, la única vez que lloré por algo que no fuera la familia. Al día siguiente del partido con Belgrano, fui al Monumental porque teníamos que trabajar y era muy triste, pero enseguida hubo una onda que se hacía sentir, todos pensábamos que algo bueno iba a venir. La desgracia deportiva nos unió y después pudimos disfrutar de momentos maravillosos, coronados con la final contra Boca en Madrid”.
Durante la entrevista, cada uno de los chicos de Inferiores que pasó a nuestro lado tenía un afectuoso saludo para Jorge. Es que habita en él un hombre transparente, sin dobleces, que ha ido sobreponiéndose a todo, incluso a esa estatura que parecía privativa para el fútbol. Un Tapón inmenso que desmiente al refrán porque, en este caso, la verdad también tiene patas cortas y eso es extraordinario.