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El orgullo por un papá culto, casi serio y cabrón

Diego Bonadeo
El periodista Diego Bonadeo alimenta a su hijo Gonzalo, autor de esta nota, cuando aún imperaba la fotografía en blanco y negro

Cavanagh es un pueblo de no mas de 1500 habitantes al Sudeste de Córdoba, casi equidistante de los límites con Santa Fe y Buenos Aires. Según la leyenda familiar, en tiempos de su fundación, en 1905, existían dos pueblos en uno, claramente divididos por las vías del Ferrocarril Mitre. Como en tantos lugares del país, nadie se animó a tocar la vieja estación de trenes pese a que hace décadas que ninguna máquina pasa por el lugar. Acá también se hizo carne aquello de “Ramal que para, ramal que cierra” de tiempos del menemato y para beneplácito de la familia Moyano. Al Sur de las vías nació Cavanagh, el lado rico. Al Norte, Regensburger, el lado pobre, el de mi bisabuelo Ernesto, colono con pasaporte alemán en tierras trabajadas por vecinos españoles, italianos, ingleses, suizos y hasta yugoslavos.

No pasó demasiado tiempo antes de que al lugar le quedara como único nombre, previsiblemente, el del lado rico. Sin embargo, Eli Poleman, esposa de Don Ernesto y mi bisabuela de origen judío, sobrevivió a esa simplificación: en honor a sus contribuciones de época, la escuela del pueblo lleva su nombre.

A menos de diez kilómetros de allí está La Solana, una especie de quinta rodeada por una cantidad importante de las tierras más productivas del país. Ese fue uno de los emprendimientos de mis parientes. Ahí construyó mi abuela Inés un chalecito en 1968 y de ahí se mudó mi viejo 25 años más tarde. Lo hizo dejando solo con la mitad correspondiente a mi tío Hernán y abriendo una llaga que nunca terminé de cerrar después de un par de décadas largas de pasar no menos de tres meses por año en mi lugar del corazón.

Diego Bonadeo
Diego Bonadeo con Pep Guardiola, en los comienzos de la excepcional carrera como entrenador del español

En una de mis últimas visitas, una noche líquida de vino tinto, sólida de salame casero y pategras y apacible hasta con silencio de grillos, Hernán abrió la canilla a un montón de asuntos de familia de esos que encantan de tal manera que ni el más escéptico se preocuparía por desmitificar. Como no podría ser de otra manera, más temprano que tarde apareció el recuerdo de su hermano fallecido algunos años antes.

“No sé bien qué año fue (1978), pero me acuerdo a Diego entrevistando en el podio a los tres primeros del Gran Premio de Fórmula 1 de Buenos Aires. Primero, en inglés (Mario Andretti, piloto italoamericano). Después, en francés (Patrick Depailler). Y al final el alemán (Nikki Lauda). Pero Diego no sabía hablar alemán!!!! Y lo hizo en perfecto alemán!!! Tan groso podía ser con un micrófono en la mano”.

Recuerdo muy especialmente ese momento porque fue una de las últimas coberturas que hizo para el viejo Canal 7, todavía instalado en los pisos inferiores del Edificio Alas, de Leandro N. Alem y Viamonte. Suele decirse que en las mudanzas se pierden cosas. En la mudanza de aquel edificio al del entonces ATC, sobre Figueroa Alcorta, se perdió mi viejo, que en aquel verano se quedó sin laburo.

Siendo que desde que mis padres se separaron teniendo yo apenas 6 años y que, desde entonces hasta que terminé el secundario, viví durante la semana con mi mamá y los fines de semana con mi papá, podrán imaginarse la cantidad de historias del deporte y la profesión compartí y atestigué. No es casual que destaque como su primer legado profesional el de haberme regalado un montón de idas a la cancha. A las de fútbol pero también a las de rugby, tenis, polo, básquet, voleibol o lo que se les pueda ocurrir. También a las de hockey: él fue jefe de prensa del Mundial de varones jugado en el Campo Argentino de Polo, en Palermo, justamente en 1978, laburo que ayudó a bancar la parada después del raje del canal. En parte por eso y porque el plan de ser el chinchorro, o el San Bernardo al que solo le faltaba el barrilito, como me apodaban sus compañeros del 7, incluía acompañarlo también al trabajo fue que, mucho antes de enterarme de que mi oficio sería el de periodista ya me resultaban familiares los ambientes de redacciones y estudios de radio y de tele.

Diego Bonadeo
Los Bonadeo en una sobremesa. Los diálogos familiares terminaban siempre con temas infaltables: política y deportes

Esa misma lógica me permite hoy recordar un montón de cosas que se acumulan y me atolondran llevándome a los extremos de la añoranza, la sonrisa, alguna lágrima furtiva y el orgullo.

Orgullo cada vez que, aún hoy, alguien me reconoce y me dice “todo bien con vos, pero el realmente grande fue tu viejo”.

Orgullo cuando recuerdo el reconocimiento de las Madres o Abuelas. Cuando nadie les daba pista, Magdalena Ruiz Guiñazú, Eduardo Aliverti y él lo hacían en el aire de Radio Continental.

Orgullo cuando me transporto a Semana Santa del ‘87, días duros en los que los integrantes de la tira deportiva llamada Equipo Diez, bancó la parada en Radio del Plata y cubrieron con pasión democrática los vaivenes del intento de Golpe de Estado. Una vez más fueron los muchachos del deporte: Marcelo Araujo, Fernando Niembro, Adrian Paenza, Alejandro Fabbri, Marcelo Manuelle, Roberto Eguia, mi viejo y alguno más cubrieron aquello que muchos otros eligieron callar. Y varios de ellos, incluido Diego, pasaron la noche en paradero desconocido: alguien les advirtió que estaban amenazados. Esos días comprendí más que nunca por qué Diego le metía tanta ilusión a cada día de elecciones. Por qué nos daba una especie de curso express el sábado a la noche si nos tocaba fiscalizar. Un curso que incluía ayudar a los colegas de partidos más modestos que no llegaban a cubrir todas las mesas. “Y que hay que avisar si faltan boletas. No importa del partido que fuese”.

A propósito de Semana Santa. El abrazo que nos dimos en un café cerca de Plaza de Mayo después de que el admirado Alfonsin nos trampeó hablando de una casa que claramente no estaba en orden en el atardecer de ese domingo inovidable fue uno de los abrazos que extraño tanto como su propia presencia.

O el que me dio al volver a la casa de La Lucila después de ver salir campeón al equipo de su amado Flaco Menotti.

O el que nos encontró llorando como nenes en el palco de Prensa de Ferro cuando Los Pumas le ganaron a Francia por primera vez, en 1985.

Orgullo cuando ignoraba rotundamente la acusación de dedicarse no a Deportes Varios sino a Deportes Raros y clavaba información de remo o atletismo en medio del anuncio de las probables formaciones de algún partido de la B.

Un orgullo que no difiere demasiado del que cualquiera de ustedes siente en este momento por sus queridos viejos. Y del que, ojalá, mis cinco hijos sientan por mí aunque sea en dosis homeopáticas.

El único recurso para evitar caer en la tentación de que la memoria y las tripas hagan de estas líneas algo interminable y tedioso es el del corte abrupto.

El de prometerme falazmente que algún día escribiré aunque sea para mi registro en soledad todos y cada uno de los momentos que jamás olvidaré de mi vida con este hombre culto, presuntamente serio, entrañablemente cabrón.

Sus viejos amigos del rugby le decían Felon. Sus compañeros de trabajo le decían Bubu, Bonafina Dorrego o Bestia Agropecuaria. Sus nietas le decían Diegui.

Yo le digo Abuelo Diego. Probablemente para tomar un poco de distancia de lo que realmente me toca. Porque cada momento en el que pienso en él como mi viejo –cada hora de cada dia- me doy cuenta de cuánto lo extraño. De cuánto lo amo. De cuánto le agradezco.

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