Noches de glamour y boxeo: Monzón, Mantequilla Nápoles, Alain Delon, Cortázar, La Mary, el Lido de París y el champagne francés
Yo no sabía que aquellos tres policías de civil que le apuntaban con sus armas habrían de pronunciar el mágico nombre que daría comienzo a una historia apasionante. En el instante en el cual Monzón descubría su pecho haciendo saltar los botones de su camisa de blanca seda gritándoles “tiren, tiren hijos de p.., tiren y acierten porque si no los mato a trompadas” , los tipos – uno con un revólver y el otro con una metralleta- se metieron dentro del auto en marcha y huyeron. En el escape le volvieron a gritar “Monzón, maricón, cobarde, dale un chance a Mantequilla; dale un chance, ese es el que te va a noquear, acuérdate Monzón, maricón…”.
Aún bajo el pánico de los tiros, los gritos y las corridas reingresamos al hotel de Turismo de Maracay donde el gran Nicolino, tras abandonar frente a Kid Pambelé, comenzaba a ser una sombra de su glorioso pasado. En aquella revancha de marzo del ‘73 el colombiano de Palenque lo había castigado hasta abrirle la ceja izquierda cual durazno maduro a punto de segregar. Monzón había viajado a Venezuela para apoyar a su amigo Nicolino. Pero la ilusión de recuperar la corona mundial de los welters junior se desvaneció en su propia quimera.
Lo que sucedió después fue que Monzón le pidió a Lectoure – quien en la esquina le impidió a Locche salir para el 10° asalto – que por favor le hiciera la pelea con el tal Mantequilla. Para Monzón, el extraordinario boxeador cubano radicado en México, campeón mundial de peso welter e ídolo en toda Latinoamérica no le resultaba conocido; se diría que lo ignoraba.
Un año después de aquella pelea y de aquel incidente que provocó el pavor de Monzón al decir azorado –”desenfundaron y no tiraron”- (menos mal decía yo que me escondí tras una enorme maceta) se pudo concretar el esperado match. Sería el 9 de Febrero de 1974 en París. Si, eso ocurrió hace 50 años… Y en aquel verano porteño de asfalto fritado verlo a Carlos entrenar en el gimnasio del Luna Park resultaba conmovedor. Sus ropas tras las sesiones de guantes terminaban empapadas como si una lluvia infinita les hubiese caído.
Yo no sabía entonces que el libro de la película “La Mary” que Daniel Tinayre le había dejado a Tito Lectoure para que apoyara el debut de Monzón en el cine, también significaría el lanzamiento de Susana Giménez como actriz. Y que la pasión entre ambos daría nacimiento a un célebre y tortuoso romance.
Tampoco sabía que Alain Delon, acaso el más bello galán de la época, se asociaría con el promotor italiano Rodolfo Sabbatini –hasta entonces exclusivo representante de Monzón en Europa- para iniciar su carrera como empresario de boxeo que derivó en una entrañable amistad con Carlos. Tanto que hubo de visitarlo en la cárcel de Las Flores (1993) mientras cumplía su condena por la muerte – hoy femicidio- de Alicia Muñiz. Por cierto que ya había visto a Delon como espectador en la revancha contra Jean Claude Bouttier de quien era muy amigo y antes en Montecarlo para no perderse la Monzón-Benvenuti II. Pero claro medio siglo atrás, lejos estaba de suponer sobre la cercana amistad que habría de generarse entre ellos y todo el significante de aquella fría noche parisina.
Miro hacia atrás y evoco con la perfección de una imagen perpetuada: allí están las luces de la marquesina encendidas: “Alain Delon presenta, Carlos Monzón – Mantequilla Nápoles”. Sigo recordando todo lo que pasó aquella noche inolvidable. Algunas cosas fueron insólitas, como por ejemplo el “estadio” que era un amplio terreno baldío bajo una lona monumental. La estructura de un enorme circo. Las sillas apretadas y el gran mundo expectante. El piso de madera encerada con varios sectores alfombrados. Se temió tanto por el frío que los calefactores alquilados resultaron demasiado potentes. Afuera una nevisca helada bañaba las calles del distrito de Puteaux, cerca de La Defense; adentro no había forma de soportar el calor interior. Y los cigarrillos por miles asfixiaban tanto con humo que unos minutos antes del comienzo del combate el locutor debió pedir a la gente que por favor no fumara por un rato.
El camarín era una casa rodante. Allí adentro encontré a todos los integrantes del equipo argentino dos horas antes del match. Monzón estaba tirado en una camita mientras Brusa y el profesor Patricio Russo – el P.F-, masajeaban a Norberto Rufino Cabrera en la cocina. Cabrerita y Gonzalito –Daniel González- eran los sparrings y amigos de Monzón, quienes generalmente combatían en las peleas preliminares. La dimensión total no llegaba a los dos metros. Tito y Brusa -más de 1.85 cada cual – no podían estar juntos al mismo tiempo; uno de los dos debía salir cada tanto. Era notable ver cómo Monzón tomaba agua de una canilla en el corazón de la pequeña cocina. Por supuesto, no había ducha y todo el baño lo componía un pequeñísimo recinto con lo más elemental. Estar allí dentro en vísperas de un campeonato del mundo resultaba tan extraño que me llamó más la atención la casa rodante que todo cuanto pudieran decir Cabrera, Monzón o Gonzalito. Un calefón a gas en un camarín, más una cama por mesa de masajes, más una cocina como sala de precalentamiento, nunca lo había visto. Y cuando los muchachos se pusieron a saltar para soltar los músculos, el “camarín” comenzó a moverse como si en cualquier momento alguien pusiera la primera y la casa rodante comenzara a desplazarse…
Bajo la carpa, en cambio, todo tenía el aspecto de un ámbito bien preparado. Los mexicanos fueron con banderas, sombreros, ropas típicas y cantos. Eran los dueños del escenario. Por el fondo en el sector de las entradas de menor precio, había un grupito de argentinos con dos banderas y fuego en las gargantas. Cada vez que se animaban a gritar Argentina, los mexicanos los tapaban. Y la policía tuvo que meterse varias veces por los problemas comunes que se producen en cualquier estadio del mundo. Es que algunos muchachos mexicanos no confiaban en la calefacción y llegaron al estadio con algunas bebidas espirituosas consumidas en exceso.
Bendiciones de la profesión poder vivir todo aquello y además entre tanto glamour, tanto boxeador y tanto artista –Jean Paul Belmondo, Ives Montand, Lino Ventura, entre otros- el privilegio de chocar con Julio Cortázar. El célebre escritor, orgullo de la literatura de nuestro idioma, era fanático del boxeo. De hecho el autor de Torito solía pegarle a la bolsa de tanto en tanto y siempre siguió al pugilismo con pasión. Acaso a Cortázar le importarían más las historias que los golpes. Y vaya si el boxeo y su universo las ofrecía. De imponente presencia bajo un camperón oscuro, un pantalón de corderoy amarillento, borceguíes sin brillo y una boina miliciana, Cortázar tomó asiento en la fila tres y nunca dejó de pitar un cigarrillo de tabaco negro fácilmente detectable por el fuerte aroma de su humo en el espacio cercano.
De hecho que tampoco sabía 50 años atrás que aquel combate lo inspiraría a Cortázar para escribir su famoso cuento “La noche de Mantequilla” e incluirlo en su libro “Alguien anda por ahí…”. Era tal interés por la pelea, tan grande la expectativa que Cortázar lo proyecta a un hecho policial sólo factible en coincidencia con un evento que concita el interés generalizado.. Y lo comienza así: “Eran esas ideas que se le ocurrían a Peralta, él no daba mayores explicaciones a nadie pero esa vez se abrió un poco más y dijo que era como el cuento de la carta robada, Estévez no entendió al principio y se quedó mirándolo a la espera de más; Peralta se encogió de hombros como quien renuncia a algo y le alcanzó la entrada para la pelea, Estévez vio bien grande un número 3 en rojo sobre fondo amarillo, y abajo 235; pero ya antes, cómo no verlo con esas letras que saltaban a los ojos, Monzón Vs. Nápoles. La otra entrada se la harían llegar a Walter. Después de seis asaltos, se veía un Monzón con gran dominio sobre su presa que lucía sin vigor y casi indefenso ante la terrible andanada de golpes de todo calibre sobre su anatomía …”. El asiento 235 de la fila 3, se presume, era su propio asiento y desde allí se advirtió su espontáneo aplauso cuando el referí le levantó el brazo a Monzón mientras Mantequilla meneaba la cabeza exhausto en el banquillo de su esquina, como no entendiendo qué es lo que le había pasado.
Ese final de nota lo escribí para El Gráfico de la siguiente manera:
-Ángelo– le dijo Mantequilla a su técnico Dundee -, es que no veo, no veo nada.
-Entonces mejor la paramos – le contestó su segundo, por entonces también entrenador de Muhammad Ali.
-Creo que es lo mejor, Ángelo, hazme el favor, no puedo seguir.
Dundee llamó al referí y le dijo que la pelea no seguía. En el rincón de Carlos, en ese momento, no se dieron cuenta del hecho. Ni siquiera Monzón, sentado y mirando de frente lo advirtió. Cuando sonó la campana el referí francés Raymond Baldeyrou no le permitió a Monzón salir de su esquina, luego llegó hasta el centro del ring, corroboró oficialmente que Nápoles no salía y regresando al medio del cuadrilátero tomó el brazo derecho de Carlos y lo levantó en gesto de triunfo. El aire de París parecía más puro. Monzón había defendido por 9° vez su corona. Era invencible.
Tras el triunfo, aquella casa rodante pareció moverse por la euforia y los abrazos. Todos festejaban menos dos señores con sobretodos negros y guantes de látex en sus manos exhibiendo los frasquitos en los que intentaban en que Monzón orinara para las muestras del dóping. En medio de la confusión, Alain Delon le dijo a Lectoure: “Tito, lo antes posible en el Lido, por favor, que nos están esperando”. Lectoure le dijo a los señores “vengan al Hotel Meridien, nos tenemos que ir”. La ducha y el cambio de ropa la realizamos en un suspiro. Cuando llegamos a la planta baja los dos señores de sobretodo negro y guantes de látex insisitieron con recoger la muestra de orina. Fue entonces cuando Tito Lectoure les dijo: “Ahora vamos al Lido, esperen acá, a la vuelta, a la vuelta”. Por cierto que los señores esperaron, pero vanamente, porque nunca Monzón dio la muestra de su orina. Al regresar de la fiesta, fueron otros quienes orinaron en su lugar y por eso le sacaron la corona del CMB.
En tres coches Peugeot negros de alta gama llegamos al Lido de París. Qué maravilla. El Show de las diez se había diferido a pedido de Alain Delon para homenajear a Carlos Monzón. Orquesta, bailarinas y las principales vedettes comenzaron el show bajo la larga y exclusiva mesa que solo una celebridad como Alain Delon podía lograr. Toda la noche sería para Monzón. Ya sentados, uno al lado del otro, de una mesa de catorce, los maitres preguntaban solo la bebida, toda vez que el menú sería uniforme, para todos igual. Exiguo, por cierto. Después de recoger las comandas de las bebidas y en medio del show, el triunfador de la noche, campeón del mundo de peso mediano exclamó con las venas sobresalidas en su cuello: “¡Ey, ey!”, tras lo cual el capitán de la sala acercó su oído para escuchar el pedido de Monzón, y éste sin vacilar exclamó: “Maestro, que el champagne sea francés, eh…”. Estábamos en el Lido de París. De todo aquello solo queda el recuerdo de buenos amigos que ya no están y con quienes tal vez volveremos a recordar aquello que ocurrió hace medio siglo.