Las perlitas de la consagración de Argentina en el Mundial 78: el error del informante, un auto como premio y la vuelta olímpica secreta al Obelisco
“Veinticinco millones de argentinos jugaremos el Mundial”. La marcha venía sonando, estruendosa, a cada momento desde hacía un mes. Aquel junio de 1978 se vistió de Copa del Mundo en cada esquina del país. Fue la primera ocasión en la que el vendaval de fútbol atrapó hasta a aquellos que jamás hubiesen pensado en dejar cualquiera de sus actividades por estar pendiente de esos 90 minutos. El paso inicial de algo habitual ahora, que es la vinculación de las mujeres con este deporte que le iba a dar a los argentinos, una alegría incontenible. El 25 de junio se inscribió por siempre con letras doradas. La selección dirigida por César Luis Menotti superó a Holanda y levantó en anhelado trofeo, en un partido lleno de curiosidades.
Luego de golear 6-0 a Perú el miércoles anterior, no se habló de otra cosa que de la final del domingo, pautada para las 15 horas en el estadio Monumental. El plantel regresó desde Rosario y volvió a su concentración de José C. Paz. Así evocó Mario Kempes los momentos previos al partido decisivo: “La última charla técnica de Menotti fue llamativamente breve: apenas veinte minutos. Él estaba muy tranquilo y aprovechó ese momento íntimo para decirnos que habíamos cumplido con el país y su gente. Pero remarcó que, si dábamos la puntada final ante los holandeses, con un último gran esfuerzo, cerraríamos una campaña única e inolvidable. A lo largo de los 30 kilómetros que recorrimos desde la concentración hasta el Monumental, vimos como cientos de personas nos aplaudían y deseaban éxito. Llegamos al estadio y cumplido el ritual de las vendas, calzarse la ropa y los botines, salimos a la cancha. Apenas me asomé, me conmovió la lluvia de papelitos y serpentinas. Nunca había visto algo así, jamás lo volví a ver”.
Fue una de las primeras ocasiones en las que los cinco canales emitieron un evento deportivo en simultáneo, al estilo de una cadena nacional. Los dos equipos estaban en el campo de juego y el árbitro italiano Sergio Gonella llamó a los capitanes al centro del campo. Nadie podía pensar lo que sucedería de allí en adelante, porque el comienzo de la final se demoró por casi 10 minutos, ya que Passarella le indicó que René Van der Kerkhof, número 10 holandés, tenía un yeso en su muñeca derecha. El capitán argentino reclamaba en castellano, su par adversario, Krol, amenazaba en inglés con retirar al equipo, argumentando que su compañero había disputado así todo el torneo, al romperse un hueso de la muñeca en el debut ante Irán. El juez solo hablaba su lengua natal y trataba de buscar ayuda en sus asistentes, el uruguayo Barreto y el austríaco Linemayr. Una verdadera torre de Babel en el círculo central. El médico de los europeos cortó el yeso al borde del campo de juego, reemplazándolo por un fuerte vendaje. Así pudo comenzar el cotejo, tras una demora insólita.
El partido fue una verdadera batalla, donde Gonella, en muchas ocasiones, permitió la pierna fuerte más allá de los límites. Con el score empatado en cero, Fillol realizó una de las mejoras atajadas de su extraordinaria carrera, sacando por sobre el travesaño un remate de Rep, desde el punto del penal, que 45 años más tarde sigue provocando asombro. A los 38 minutos fue el primer grito de la tarde con el gol de Mario Kempes que abrió el marcador. Poco tiempo después, nuevamente el arquero argentino se vistió de héroe, al sacar con su pierna un tiro de Rensenbrink desde muy cerca. Cualquier similitud con la tapada del Dibu Martínez en la final contra Francia no es pura coincidencia.
El segundo tiempo se mantuvo igual hasta que a los 60 minutos, Holanda realizó un cambio que dio pie a una anécdota vivida en el banco argentino. Roberto Marcos Saporiti, uno de los ayudantes de Menotti, así nos lo contó: “La noche anterior a la final nos juntamos con el cuerpo técnico después de la cena para planificar algunas cuestiones del partido. Allí fue donde el Flaco me consultó sobre su duda de poner en el banco de suplentes a Miguel Oviedo o Daniel Killer, un especialista en el juego aéreo, que podía neutralizar a Nanninga en caso de que ingresara, porque era un excelente cabeceador. Yo tenía un amigo que estaba al tanto de los movimientos de los holandeses y me había dicho que estaba descartado por una contractura. A la mañana siguiente, César tomó la decisión de llevar a Oviedo como relevo, cuando solo iban cinco futbolistas. Estábamos ubicados en el banco de suplentes, yo en la punta cercana al banco de ellos y el Flaco en el otro extremo. En un momento me gritó: “Sapo, mirá a tu izquierda”. Y allí observé que Nanninga estaba por ingresar. ‘Para que te habré hecho caso y…'. Toda una clase de insultos (risas). Faltando diez minutos hicimos la jugada de presión, ellos quebraron por derecha, vino el centro y Nanninga convirtió el empate de cabeza. Otra vez Menotti me dijo de todo. Por suerte, luego fuimos campeones (risas)”.
El empate depositaba al partido en el siempre inquietante universo del alargue. Pero aún quedaba una jugada que paralizó a los corazones argentinos en el instante final, como lo evoca Ubaldo Fillol: “Después del empate salimos a buscar la victoria y casi nos quedamos sin nada. Porque lo cierto es que estuvimos a diez segundos y trece centímetros de pasar a la historia negra del fútbol argentino. Fue un tiro libre que ejecutó Krol hacia el costado derecho de nuestra defensa, que sobró a Passarella y Olguín. Por detrás ingresó Rensenbrink, pegándole ante mi salida desesperada. Cuando lo enfrenté, miré la pelota fijamente, sin dar vuelta la cara, con los ojos bien abiertos, tratando de usar todo el cuerpo para clausurarle cualquier opción de gol. Su remate se coló por el único lugar que había dejado abierto. Cuando el balón traspasó mi cuerpo, noté que el holandés dio por descontado que iba a entrar y en esa fracción de segundo pensé: ‘Esa pelota no pasa la raya de gol. No puede pasar. No pasará'. Y no pasó. Se estrelló en los trece centímetros que mide el palo de un arco de fútbol y el Tolo Gallego la despejó con alma y vida”. Jorge Olguín, el otro protagonista, tampoco olvidará jamás esa maniobra: “Fue solo un momento, un instante, donde con el Pato Fillol dudamos los dos y por detrás de mí apreció Rensenbrink. Pateó al arco, por suerte medio de costado, sobre la línea de fondo y la pelota dio en el palo”.
Tan solo un minuto después, Gonella indicó el final de los 90 minutos. Fue un momento clave, en el que las palabras de Menotti llegaron a sus jugadores, tal como lo rememora Fillol: “Antes del alargue, el Flaco nos agarró y dijo: “Miren cómo están ustedes, discutiendo, hablando, gesticulando. Observen a ellos: tirados en el pasto, masajeándose. Esa es la diferencia. Lo van a ganar”. Y fue así”.
Holanda era un equipo temible. De los once titulares, siete tenían en el antecedente de haber estado desde el arranque cuatro años antes en la final del ‘74 ante Alemania: Jongbloed, Krol, Jansen, Haan, Neeskens, Rep y Rensenbrink. Sin embargo, desde el inicio del suplementario, el cuadro de Menotti tuvo más actitud y a los 105 minutos, Mario Kempes puso el 2-1 tranquilizador, que se transformó en euforia definitiva con la conquista de Daniel Bertoni, a cuatro minutos del final. Jorge Olguín había sido uno de los jugadores más discutidos por la prensa y el público. Le había llegado la hora del desahogo: “Cuando terminó fui caminando hasta la zona de los bancos y apareció el Flaco. Al verlo, sentí una enorme descarga por todo lo vivido, de su confianza hacía mí. Por eso el llanto en la foto que fue exhibida en Europa. Cuando llegué al vestuario me avisaron que mi esposa estaba por parir, así que me llevaron por la ciudad en un auto que estaba rodeado por patrulleros. Las calles eran un delirio por los festejos, con todo cortado, por lo que se iban metiendo de contramano. Llegué a la clínica, pero era una falsa alarma. Un mes después llegó César, bautizado así en homenaje al hombre que se la había jugado por mí”.
Una situación similar atravesó Ricardo La Volpe en esa misma jornada trascendente, dentro y fuera de la cancha: “Mi esposa Mónica había venido el domingo a la concentración, sin mencionarme que ya tenía algunos síntomas. Apenas terminó el partido, el doctor Oliva me llamó aparte para decirme que estaba internada. Me sacaron en un patrullero desde el Monumental y así pude llegar lo antes posible para conocer a Sabrina”
¿Qué hubiese pasado si el alargue terminaba empatado? La respuesta lógica (penales) es incorrecta. Debían volver a enfrentarse 48 horas más tarde, nuevamente en el Monumental y allí si, en caso de tener que recurrir al tiempo extra y sin tampoco se sacaban diferencias, sería la hora de los penales.
Hay muchas fotos de esa nublada tarde que ya se han convertido en posters del fútbol argentino. Pero una se desmarcado por sobre las demás, por la exactitud del momento en que fue sacada y la emoción que transmite. Así lo cuenta Ubaldo Fillol: “A los pocos segundos de terminado el partido, caí al piso casi desvanecido. Me quedé arrodillado en el césped, con las manos cruzadas, como abrazándome a mí mismo. Empecé a agradecer a Dios y tuve la vivencia más fuerte de mi existencia, por encima de cualquier logro futbolístico. Cuando abrí lo ojos, se me apareció la imagen de Jesucristo en el pasto y pude ver su cara mirándome. No lo podía creer. La paz que me invadió fue tan grande por ese lapso de tres segundos, que no escuché nada. Enseguida noté que alguien me tocaba los hombros y era el Conejo Tarantini, que se agachó y nos abrazamos. Ricardo Alfieri, eximio reportero de la revista El Gráfico, disparó varias veces su cámara y allí quedo el registro de esa foto tan icónica titulada “El abrazo del alma”, porque se nos había acercado Víctor Dell´Aquilla, un hombre sin brazos”.
Omar Larrosa ya había sido campeón con Boca Juniors, Huracán e Independiente. Conocía de títulos, pero aquel fue el más dulce de su carrera: “En la final enfrentamos a Holanda, que era un equipo bárbaro, que jugaba y metía, porque fue un partido medio sangriento, bravo de verdad. Cuando pitó el árbitro, fui corriendo a pedirle la pelota, pero no me la quiso dar, igual tengo el consuelo de guardar una del encuentro con los peruanos. Y lo mejor es que conservé dos camisetas de la final: la que cambié con Suurbier y la que usé yo, porque como hacía tanto frío, jugué con dos, una arriba de la otra (risas). Y después de Passarella, fui el primero en besar la Copa del Mundo, se ve clarito en el video. Otro recuerdo imborrable”.
Entre los dos bancos de suplentes se había armado el escenario donde descansaba el trofeo con las autoridades que iban a entregarlo. De a uno fueron subiendo los 13 futbolistas argentinos que habían jugado esa tarde y el entrenador. Rápidamente, Videla le estrechó la diestra a Passarella, quien levantó la Copa del Mundo para desatar la mayor ovación. El detalle de color fue que Mario Kempes había cambiado su camiseta con Neeskens y, al llegar al vestuario, no había otra con el número 10, por lo que subió con una con el 15, que pertenecía a Olguín.
Esa noche hubo una recepción a los campeones en el Plaza Hotel. En medio de los ruidosos festejos, nadie podía encontrar a José Daniel Valencia. Era una misión imposible, porque había tomado raudamente su auto y partido con dirección a su Jujuy natal con un solo objetivo: festejarlo con su mamá. El recepcionista le acercó al profesor Pizzarotti una nota escrita por el talentoso futbolista de Talleres de Córdoba que decía: “Profe: gracias por todo. ¡Somos campeones del mundo! Vine rápido al hotel antes que se llene de gente, ya me voy a casa a ver a mi mamá. Despídame de todos. Abrazo enorme”.
El calendario futbolístico era tan ajustado en 1978 como 45 años más tarde. A tal punto, que el martes 27 de junio, tanto Independiente como River Plate, debutaron en esa edición de la Copa Libertadores. El plantel Rojo vivió una verdadera odisea en su viaje rumbo a Ecuador, como nos los relató Osvaldo Japonés Pérez: “El sábado fue el primer vuelo, que despegó, estuvo casi una hora dando vueltas y regresó a Ezeiza por un problema en el tren de aterrizaje. Al día siguiente, muy temprano, salimos nuevamente. Llegamos por suerte con tiempo como para instalarnos en el hotel y poder observar la final, con la alegría de ver a Argentina campeón con cuatro de nuestros compañeros (Bertoni, Pagnanini, Rubén Galván y Larrosa). La embajada argentina nos invitó a los dos planteles esa noche para una cena de festejo”.
En ese contexto se dio una situación poco recordada, como lo es que tres campeones del mundo jugaron oficialmente a solo 48 horas del título ante Holanda: Norberto Alonso para River contra El Nacional y Rubén Pagnanini y Rubén Galván para Independiente ante Liga Deportiva Universitaria. Tres días más tarde se sumaron Oscar Ortiz en los Millonarios y Omar Larrosa en los Rojos, con los adversarios invertidos.
La revista El Gráfico atravesaba uno de los mejores momentos de su historia, por la riqueza del plantel periodístico que la conformaba. Realizó una extraordinaria cobertura del certamen y su número del martes 27 de junio fue una edición especial de 156 páginas y contó con el récord de una tirada de medio millón de ejemplares. Es una bella tapa doble, con seis jugadores argentinos, destacándose Daniel Passarella con sus brazos en alto con la copa.
La empresa Fiat le regaló 25 autos de su modelo 133 al plantel nacional, a modo de agradecimiento por el logro. Los beneficiados fueron los 22 futbolistas del plantel, más el técnico César Menotti, el médico Rubén Olivia y el preparador físico Ricardo Pizzarotti.
Un momento muy particular se vivió en la madrugada del lunes 26, cuando eran pocos los argentinos que dormían. Así lo relato César Luis Menotti: “Salimos en un auto por la avenida del Libertador, esperando que se despejara el centro de la ciudad de Buenos Aires. Encontramos un bolichito oscuro, donde no había casi nadie y nos juntamos todos los del cuerpo técnico, más un par de amigos que tenían la camioneta y la ropa preparada. Allí subimos a eso de las cuatro y media y comenzamos a cambiarnos con la vestimenta de los jugadores: camiseta, pantalón y medias. Estacionamos cerca del Obelisco, donde todavía había más de cien personas festejando. Me dio mucha vergüenza, pero se abrieron las puertas, salté a la calle y empecé a correr. Enseguida me di cuenta de que nadie me reconocía, porque era demasiado sorpresivo, hasta que un hombre gritó: “Menotti”. Todos se vinieron encima, pero llegué hasta la camioneta. Había cumplido la promesa de dar la vuelta olímpica al Obelisco”.
Fuimos 25 millones de argentinos los que jugamos aquel Mundial. La alegría desbordante fue tan grande como el acto de justicia que se había derramado sobre la historia del fútbol: Argentina campeón del Mundo.
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