La transformación de Messi: cómo fue cambiando de puestos en la cancha para seguir siendo el mejor del mundo
Los cracks del deporte terminan llegando al status de leyendas por sus logros, sus hazañas, sus números, su legado y, claro, también por su vigencia. La gran mayoría de aquellos que pertenecen a la élite de la élite han sabido reinventarse para seguir siendo dominantes cuando el almanaque fue pasando y sus prestaciones físicas disminuyeron. El caso de Leo Messi no es una excepción y lo más impactante es que su transformación tuvo diferentes etapas que en este nota analizaremos. Del extremo habilidoso pasó al famoso falso 9, aquel goleador serial y ahora, desde hace años, es el conductor, el organizador, el facilitador, al asistidor, el enganche con sed de gol. Así logró su octavo Balón de Oro, un hito impactante si se tiene en cuenta que gana el premio más prestigioso a los 36 años y 14 después del primero.
Leo lo hizo porque supo reinventarse. Un proceso que nació en su inteligencia para saber cuándo cambiar y hacia qué lugar de la cancha, en su pasión por seguir dominando en el máximo nivel y en su determinación para pensarlo y ejecutarlo sin perder su esencia. Aunque hay algo que lo separa del resto y lo convierte en único, en el mejor de todos los tiempos. Son 20 años en la cima del mundo futbolístico, algo que muy pocos lograron.
Desde aquel lejano debut, el 16 de noviembre de 2003 contra el Porto de Mourinho, Messi se sintió cómodo como extremo derecho para jugar a pierna cambiada, buscando siempre ir desde ese lado hacia el centro, buscando opción ahí, ya sea un tiro de afuera del área, un ingreso a la misma o un pase filtrado. ¿Cuántas veces vimos sus slaloms de derecha a izquierda pasando por el medio y definiendo con un remate seco, con comba, al segundo palo? Su velocidad con control, habilidad, remate y visión de juego lo convirtieron en imparables, sobre todo cuando agarra al rival desorganizado o con espacios entre defensores. El Messi extremo era un gambeteador incansable, capaz de dejar tirados o parados a todos los que se le pusieron enfrente, a una velocidad imposible.
Era el 24 de agosto del 2005, contra Juventus, por el Trofeo Joan Gamper, cuando Messi deslumbró por primera vez como extremo. Los 90.000 espectadores que colmaron el Camp Nou asistieron aquel día al nacimiento de una leyenda. Fue tan brutal lo que hizo el rosarino, con apenas 18 años, que el italiano Fabio Capello, entrenador rival, no dudó en saltar del banco de suplentes a los 20 minutos de la primera parte para encarar al holandés Frank Rijkaard, técnico culé. “¿Me prestás a ese chico para Juventus?”, le preguntó entre risas. “Nunca había visto a un jugador juvenil con tanta calidad y con esa personalidad con una camiseta tan importante”, confesó Capello tiempo después.
Pero, un día Guardiola le planteó un cambio, especialmente cuando se dio cuenta que sus recursos iban a ser más efectivos por adentro, sobre todo pensando en el equipo y de cómo quienes lo rodeaban podían potenciarlo. Pep lo colocó ahí por primera vez un 2 de mayo del 2009, en aquella mítica paliza al Real Madrid, en el Bernabeu, por 6-2. Fue el día que nació el “Messi de falso 9″, lo que dio pasó a convertirse en un goleador implacable, anotando tantos de todos los colores y formas.
Aquella tarde-noche, el coach lo colocó a las espalda de Gago y Lass y destruyó todos los planes del Madrid. Con Xavi, Iniesta y Yaya Touré tuvo superioridad en el medio y arriba le pidió a Henry que jugara entre el primer central y lateral derecho y a Eto’o entre el otro central y el lateral izquierdo, básicamente porque Pep se había dado cuenta que los centrales del Madrid nunca salían a presionar al 9 rival. Así, por el lado derecho y a pase de Messi, llegó el 1-0 de Henry para que el derby empezara a cambiar el futuro del club y del argentino.
Con Messi de falso 9, los centrales dudaban: sentían que si uno lo perseguía, iba a ser igual en vano por su capacidad de desequilibrio individual y, encima, el espacio que quedaba por la presencia de un solo central iba a ser muy grande. Entonces ambos se quedaban, lo que le daba espacios a Leo para conducir y permitía superioridad numérica donde la quería Guardiola. Para eso, claro, arriesgó: sacó a una defensor, dejando la defensa con tres y poniendo a Messi para crear ventajas entre la línea de medios y la delantera. Esa posición lo acercó más al arco, le dio más desequilibrio y lo convirtió en un jugador más completo, que hacía más goles pero además podía empezar a asistir más a los otros delanteros. Y todo sin olvidarse que a veces podía arrancar de extremo…
Desde que cambió la posición, Messi ganó tres Balones de Oro (2009-10, 2011-12, 2012-13). Hubo una transición, aquel año del Tata Martino de entrenador (2013-14), cuando la falta de un verdadero 9 conspiró contra la libertad de Leo. La llegada de Luis Suárez permitió que Leo siguiera por dentro, levemente tirado a la derecha, aunque no tanto para dejarle el carril a Dani Alves. La jugada salió bien porque Messi y Neymar formaron una gran delantera, con Suárez como punta de lanza. Una temporada que le permitió un triplete histórico y catapultó a Messi hacia los otros Balones de Oro. Siempre acompañado todo de una gran transformación física, necesaria para bancar el roce, los golpes y alejarse de las lesiones.
Ya empezamos a ver un Messi más dedicado a generar para el resto, a construir para quienes tenía por delante. De ser un Leo que necesitaba de volantes, en algunos casos de los mejores de la historia, como Xavi, Iniesta y Busquets, pasó a ser otro que requería de delanteros picantes y potentes que usaran su visión, talento y sapiencia. Hubo una transición en el Barsa, sobre todo cuando se fueron los dos cerebros de la máquina -Xavi e Iniesta-. El equipo culé pasó a depender en exceso del rosarino, tanto en la organización y el desequilibrio como en la finalización de las jugadas. Messi, de repente, se encontró que tenía que hacer de Xavi, Iniesta y Suárez. Todos a la vez. Fue cuando, definitivamente, Messi empezó más cumplir funciones de enganche que de delantero, más iniciando que terminando jugadas.
Este último Messi que disfrutamos en el Mundial y ahora en la MLS se profundizó primero en el PSG, más allá de haberse gestado cuando tuvo a Luis Suárez como 9. Sigue prefiriendo ubicarse más recostado sobre el sector derecho, aunque es normal verlo por el interior, caminando la cancha, buscando ese metrito que le permita hacer pesar su técnica, visión y conocimiento del juego. Ya no busca tomar la pelota y encarar. Está pensando más en el equipo, en cómo combinarse y jugar, de qué manera buscar espacios y alimentar compañeros. Un goleador devenido en un Iniesta, por decirlo de alguna forma. Y no sería una locura entender que eso lo aprendió de su compañero.
Hoy es impactante verlo dominar de otra forma. Porque maneja el ritmo de las jugadas, del equipo, del partido. Y casi sin correr. Su madurez es tal que le permite saber por dónde pasa todo. Su lectura de juego es excepcional. Seguramente deambula por la cancha analizando qué pasa y cómo puede influir en el juego. Y, cuando recibe, ejecuta. Porque mantiene su enorme capacidad para tener la pelota y hacer el pase justo. Porque, además, sabe por dónde y cómo moverse, de acuerdo a las fortalezas de su equipo y a las debilidades del rival.
En la Selección lo vimos dar cátedra en el Mundial. Scaloni lo ubicó como segundo delantero pero él se movió con libertad, esperando sus momentos. Antes, en la mala, se decía que no corría, que caminaba la cancha. Son los momentos en los que está pensando para luego frotar la lámpara. En Qatar las hizo todas: goles y asistencias, en todos los momentos, sobre todo los más importantes. Desde el mítico pase gol a Nahuel Molina a aquella aparición fantasmal en el área ante Australia o para el rebote en el 3-2 a Francia. Así, una y otra vez. Supo cuando parar el juego, cuándo pasarla, cuándo acelerar, cuando pisar el área y cuándo no. Maneja todo el manual y, lo más difícil, lo aplica en el verde césped, donde se ven los pingos… En la Scaloneta, está claro, conviven el Messi goleador y el Messi organizador, aunque en dosis distintas, siempre sabiendo qué le conviene más al equipo. Porque lo que hace Messi es esperar sus momentos. No dilapida piernas y energías, sabe cuándo, cómo y dónde utilizarla. Es un sabio del fútbol.
Justamente estos dos roles se han visto reflejado en los números de Messi durante su carrera. Sus temporadas en cuanto a goles y asistencias han ido variando en función a la posición que él ha creído oportuna en cada etapa. Entre la 09/10 y la 10/11 saltó de 11 a 21 asistencias. No es casualidad: ya había empezado a jugar de falso 9. Esa cifra la mantuvo a la siguiente, sin resignar goles, porque entre 2011 y 2013, en dos campañas, hizo 96. En la 19/20 llegó a los 22 pases gol, casi tantos como goles (25), en los 33 partidos que disputó. Messi no tenía una cifra tan baja desde la temporada 2008-09, el primer año de Guardiola en el que metió 23 goles en 31 partidos. Sus números en la primera temporada en PSG sustentaron la transformación: 11 goles y 14 asistencias en 33 partidos. Un dato: por primera vez en su carrera culminó una temporada a nivel clubes con más pases gol que anotaciones, ratificando esta nueva función en el campo.
Su fútbol, está claro, no envejece. Pablito Aimar dijo alguna vez que el último Messi siempre es el mejor y no le falta razón. Hoy disfrutamos a otro Leo, el estratega, aunque seguimos viendo a un jugador que domina su deporte. Y a los rivales que se le pongan enfrente. Hoy no los pasa por arriba, con su velocidad y sus gambetas. Los rodea, los saca a bailar, como hizo con dos peruanos en la mitad de la cancha. O como hizo con Gvardiol, el central croata de 20 años que emergió en el Mundial como la nueva joya de la defensa, luego comprada por el City. Lo hizo por décadas en Europa, hoy lo hace en Estados Unidos y nunca dejó de hacerlo en nuestra Selección. Un extraterrestre que sigue en la elite de la élite. Y ganando los premios más prestigiosos. Un caso de estudio.