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¿Puede haber amistad entre la estrella y el cronista?

bonadeo sabatini
Gaby y el autor de la nota, una amistad desde que Gaby era adolescente

“Quien admira dice esto, aun sin decirlo: Siento tu grandeza, por lo tanto, yo también soy grande ya que sólo los pares se entienden”. Esta frase corresponde al capítulo dedicado a los críticos, de Informe sobre los Hombres, del italiano Giovanni Papini, una recopilación de reflexiones tan provistas de arbitrariedades como de certezas. Un recomendable puñado de consideraciones que el florentino escribió siendo ese adolescente ateo y escéptico que, poco después de la Primera Guerra Mundial, pasó a ser un fervoroso católico.

En esta obra editada post mortem, indudablemente sin tener la menor idea al respecto, Papini le puso verba literaria a aquello de que los periodistas somos futbolistas frustrados, sentencia con bastante asidero y una larga lista de cultores que, en tiempos más recientes, fue sustituida por la onda amiguera. Si desde siempre en la sobremesa del asado con ex compañeros de colegio garpaba un montón contar historias, reales o no, sobre nuestra presunta intimidad compartida con cualquier virtuoso de las pelotas, solo una selfie más o menos consentida basta para que le demos vuelo a nuestro, finalmente incomprobable, vínculo con las estrellas en tiempos de redes sociales.

Desde ya que existen muchos casos en los que ese vínculo es real: cuanto más profundidad tengan, menos deberíamos abrir a nuestro público esa intimidad. En todas las instancias, es difícil establecer reglas de juego en esta dualidad en la que la relación personal entrevera a un protagonista con una persona de medios.

En lo personal, siento que un atajo, facilista pero útil al fin, es el siguiente. El periodista debe saber aceptar que el protagonista le diga no al pedido de entrevista tanto como el protagonista debe saber aceptar cuando el periodista considera justo criticarlo. Fundamental, desde ya, saber que el afecto personal abre puertas a momentos y lugares que deben mantenerse en el anonimato. Y asumir, cronistas, que esta relación –y ninguna otra que yo sepa- es simétrica.

Gaby junto a su padre, Osvaldo Sabatini
Gaby junto a su padre, Osvaldo Sabatini

Una tarde, hace más de 35 años, creo que en la previa de un US Open de tenis, me encontré al borde de la cancha, durante un entrenamiento, con una persona del entorno de una de las grandes figuras del deporte argentino de la segunda mitad de los ‘80 y la primera mitad de los ‘90. “Qué hacés, Gonzalo”, se acercó teniendo en una de sus manos lo que parecía ser un artículo publicado en La Nación. Escrito por mí (“listo”, conjeturé, “se pudrió todo”). “Después de leer esto la agarré a Gaby y le dije: si Gonzalo, que tanto te quiere, escribió esto, es porque te mandaste una macana”. A partir de ese momento, gracias al comentario de Osvaldo Sabatini, papá de Gabriela, supe que podía sentirme amigo de su hija, seguir laburando de periodista y no morir en el intento.

Permítanme explicar un poco más el contexto cronológico. Poco tiempo antes de ese episodio, viajé a Miami para cubrir, entre otros torneos, el Orange Bowl, el encuentro para tenistas de entre 12 y 18 años más prestigioso del mundo. Obviamente, con el impulso indisimulable del favoritismo de Gaby, para entonces, la mejor juvenil del planeta, con solo 14 años. Es decir, dando cuatro de ventaja respecto de muchas de sus adversarias. Esa edición del certamen, la de diciembre de 1984, tuvo una extraordinaria representación argentina que, además de Gabriela, incluía desde Cristian Miniussi, Javier Frana y Mercedes Paz hasta Franco Davin, Patricia Tarabini y Mariana y Guillermo Pérez Roldan. Una auténtica invasión de raquetas argentas.

Ya les dije que Gaby tenia apenas 14. Y yo, apenas 21. Con la enorme distancia que existe entre un enviado especial de un diario argentino y uno de los más grandes talentos que conoció el circuito femenino de tenis, no dejaba de haber un punto de coincidencia poderoso: los dos empezábamos nuestros caminos. Hasta por una cuestión de calendarios, parecía razonable la afinidad.

Desde ya, Gabriela ganó ese torneo y confirmó su condición de campeona mundial de la categoría, que le valió ser una de las estrellas de la fiesta anual de los Campeones de la Federación Internacional de Tenis, durante Roland Garros, en junio de 1985. Tanto traccionaba la figura de Gaby, con apenas 15 años recién cumplidos, tantas puertas abría su imagen de tenista entre genial y ofuscada, que hasta nosotros, periodistas argentinos, fuimos invitados especiales a la gala. Compartí mesa y celebración con los queridos Guillermo Salatino –por entonces un mix entre hermano mayor y padre adoptivo a cargo del niño viajero-, Juano Moro y Chiche Almozny. Fue por Gabriela que, por única vez en mi vida, use un smoking.

Gaby Sabatini - Gonzalo Bonadeo
El autor y Gaby como entrevistada al borde una cancha. Una imagen repetida a través de los años

Para que tengan una idea de la magnitud de las vivencias que morirán a resguardo en el cajón de los recuerdos entrañables, aquella gira de diciembre del ‘84 terminó a fines de enero del ‘85. El mismísimo Orange Bowl finalizó la tarde de Nochebuena y la Copa Rolex, en la Academia Harry Hopman de Port Washington, etapa siguiente, atravesó Año Nuevo. Es más. Siendo que cumplo años el 6 de enero, los Sabatini me invitaron a celebrarlo en la casa que Pato Apey, su coach de entonces, les habilitaba el Key Biscayne. Ese dia, en esa casa, aprendí que, si el lavarropas que estás usando es automático, es bueno que, para sacar la ropa, esperes al centrifugado. Tal vez por eso no entendía por qué seguía tan húmedo lo que aproveche a lavar un rato antes de tomar el vuelo camino a una exhibición de Guillermo Vilas, en Las Vegas. Vale la anécdota, fundamentalmente, porque no hubo ocasión en la que la querida Betty, mamá de Gaby, no me recordara que no fue sino ella quien se encargó de secar la ropa y llevármela a la capital norteamericana, donde Gabriela jugó su primer torneo profesional del año, perdiendo en primera rueda y en sets corridos con la local Camille Benjamin, una zurda larga y cortas de vista de esas que usan lentes que parecen agrandarte los ojos.

Siempre en el corazón Osvaldo y Beatriz, desde donde quiera que estén nos estén cuidando.

A veces, cuando me agarra la melancolía de la retrospección me cuesta creer todo lo vivido. Algo así como cuando te piden elegir entre Maradona y Messi. Más que elegir me pregunto que habré hecho de bueno para merecer haber disfrutado de los dos.

Aún más. Qué habré hecho de bueno para que, cada vez que me la encuentro, sienta que, lejos de diluirse por la distancia, el afecto que destila Gaby es cada vez más adorable y genuino.

Y un poco más. Cuál será la virtud por la que, hace pocas noches, el destino me regaló el reencuentro con ella, en ocasión del centenario del Comité Olímpico Argentino, y con Delpo sentado en la otra silla de los entrevistados.

Como ocurre con las amistades del secundario, con Gabriela también me pasa eso de que basta una sola mirada para sentir que todo sigue igual. Igual de bien.

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